sábado, 3 de enero de 2015

La afrutada perdición del Don

Me gustaría retomar hoy, para inaugurar el año 2015, un tema con el que ya le di la bienvenida al 2013: la frutafilia.

Bien es sabido que en La Catarsis Erasmista siempre nos hemos vanagloriado de ser frutafílicos. Pero por si acaso alguno de nuestros lectores todavía desconoce el alcance de este término dentro de los dominios de nuestro humilde blog, dejo aquí el enlace a la entrada en la que expliqué por primera vez en qué consistía este fenómeno.

frutafilia.
(Del lat. fructus y del gr. φιλία).
1. f. Amor a las frutas.
2. f. Atracción por la fruta o alguno de sus aspectos.
3. f. Pasión por las frutas, y especialmente por las jugosas y apetitosas.
4. f. Perversión sexual de quien trata de obtener el placer erótico con frutas.
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Afición saludable donde las haya, la frutafilia parece no tener defectos. Se trataría, en principio, de la filia perfecta.

Cierto es que la ingesta de una cantidad excesiva de ciruelas podría provocar la lectura de incontables etiquetas de botes de champú y gel, o que el desafortunado impacto de una sandía de 5kg arrojada desde un séptimo piso contra el cráneo de un viandante podría mandar a este último, si no directamente a la tumba, más que definitivamente a un hospital. Pero de ello no se puede culpar como tal a las frutas: el error siempre es humano.

Como toda filia que se precie, el amor por las frutas puede ser peligroso llevado a determinados extremos. Y no nos estamos refiriendo, como ya se ha señalado, al hecho de que empleadas de cierta manera las frutas puedan resultar letales para el ser humano (circunstancia, de hecho, a la que los Monty Python ya dieron solución hace tiempo), sino a que la frutafilia puede ser la perdición del hombre.

Uno de los primeros ejemplos que tenemos de este fenómeno viene de la mano de Adán y Eva en el Génesis.

Lucas Cranach, Adán y Eva (detalle). 1526.

En el libro del Génesis (2:15) se nos dice que Dios puso a Adán en el Jardín del Edén y le advirtió que podía comer de todos los frutos que allí encontrara a excepción de aquellos del árbol de la ciencia del bien y del mal, que le causarían la muerte. Vemos así que los orígenes de la frutafilia son divinos, puesto que fue el mismísimo Creador quien casi forzosamente impuso a Adán, y posteriormente a Eva, la frutafilia como medio exclusivo de supervivencia. 

Obviamente la prohibición de Dios no consiguió sino que Adán y Eva, ya de por sí devotos frutafílicos por causas de fuerza mayor, codiciaran el fruto del árbol de la ciencia con todas sus ganas. En el Antiguo Testamento se dice que fue la serpiente (alias Satanás) quien tentó a Eva para que comiera del fruto prohibido, pero nosotros preferimos pensar que el pecado original fue consecuencia, simplemente, de la incapacidad de Adán y Eva para mantener a raya su filia frutal.

El caso es que ambos acabaron pasándose la advertencia del Creador por el arco del triunfo (Génesis 3) y desde entonces el Paraíso, y con él todos los frutos, prohibidos o no, que allí se encuentran, les están reservados sólo a unos pocos. Todo porque a aquellos dos tortolitos se les fue la frutafilia de las manos.

Pero, ¿quién puede culpar a Adán y Eva, al fin y al cabo creaciones de un dios, de rendirse a la frutafilia cuando los mismos dioses han sucumbido a ella en varias ocasiones?

Peter Paul Rubens, El juicio de Paris (detalle). 1639.

Hablemos ahora de los griegos. Los griegos tuvieron que ser, por fuerza, un pueblo tremendamente frutafílico si atendemos a su mitología y a sus tradiciones. Y atención, porque si por una fruta sentían debilidad los habitantes de la antigua Grecia, esa era la manzana.

Para empezar, la mismísima Hera, esposa del todopoderoso Zeus, tenía un huerto conocido como el jardín de las Hespérides cuyo producto estrella no era otro que unas manzanas doradas que garantizaban la inmortalidad. Los griegos, claro está, temerosos de ser tildados de frutafílicos por las generaciones posteriores, añadieron a las manzanas una cualidad fuera de lo común y altamente codiciable como es la vida eterna para justificar su afición por las mismas. Pero, seamos sensatos: ¿manzanas que conceden la inmortalidad? ¿Dónde se ha visto eso?

Frederic Leighton, El jardín de las Hespérides. C. 1892.

Las manzanas de las Hespérides protagonizan, así, varios episodios memorables de la mitología griega que dejan al descubierto de modo más que notable la debilidad de sus personajes por la fruta.

Y qué mejor manera de atestiguar la importancia de estas manzanas que usándolas como objetivo de uno de los trabajos de Heracles.

Mosaico de Liria, Hércules en el jardín de las Hespérides. C. 201-300.

Dejad de lado por un momento el muy edulcorado mito que nos cuenta el Hércules de Disney. Resulta que llegados a cierto punto y por razones que no vienen al caso, Heracles mató a sus hijos y, arrepentido de haber llevado a cabo tan terrible acción, aceptó cumplir una penitencia para expiar su culpa. La sibila délfica determinó que debía completar una serie de doce trabajos impuestos por su primo Euristeo.

El undécimo de estos trabajos consistía en robar las manzanas del jardín de las Hespérides, lo que quiere decir que Euristeo tenía, al menos, cierta tendencia frutafílica (¿por qué, si no, desperdiciaría un trabajo de Heracles mandándolo adueñarse de unas "simples" manzanas?). Heracles, después de devanarse los sesos (o, más bien, usar la fuerza bruta) para averiguar la localización del jardín en cuestión, y tras arriesgarse a quedar condenado a sujetar la bóveda celeste para toda la eternidad, consiguió hacerse con las codiciadas manzanas y se las llevó a su primo.

La enseñanza frutafílica que puede extraerse de esta historia no reside tanto en la codicia frutal de Euristeo, quien al fin y al cabo, y haciendo gala de un altruismo para nada común entre los personajes de la mitología, devolvió las manzanas a su lugar de origen sin ni siquiera catarlas, sino en la muestra que nos da de hasta qué extremo estaban los dioses (estos sí, frutafílicos confesos) dispuestos a proteger sus preciadas manzanas: situándolas en una localización desconocida, confiando su custodia a ninfas y dragones, y mandando a Atenea devolverlas al jardín, “pues no era lícito que estuvieran en ningún otro [lugar]” (Apolodoro, Biblioteca).

Pero si hay un ejemplo dentro del imaginario griego clásico que deja claro hasta qué punto la frutafilia descontrolada puede provocar una guerra, ese es el de las bodas de Peleo y Tetis.

Jacob Jordaens, Las bodas de Tetis y Peleo. 1636-38.

Durante el banquete organizado por Zeus para celebrar las bodas de Tetis y Peleo, Eris, diosa de la discordia a quien nadie se había acordado de invitar, hizo su aparición estelar en la fiesta dejando caer frente a los dioses una manzana dorada con la inscripción “para la más bella”. La inscripción no deja de ser otra burda excusa, como veíamos con el asunto de la inmortalidad de las manzanas de las Hespérides, para justificar el porqué de que tres diosas se pegaran por hacerse con la preciada fruta.

Las tres divinidades que a partir de ese momento se coronaron como máximas frutafílicas dentro del panteón olímpico no fueron otras que Hera, Atenea y Afrodita. Pero antes que enzarzarse en una pelea física (que hubiera dado mucho de sí en las fuentes clásicas), prefirieron dejar en manos de Zeus la decisión de otorgar la manzana a la más bella (o la más frutafílica, según nuestras sospechas) de las tres.

Obviamente Zeus, que para otras cosas no pero en este caso particular fue extremadamente prudente, se lavó las manos y delegó la responsabilidad en Paris, príncipe troyano que por aquel entonces hacía las veces de pastor. El bueno de Paris, ahora juez improvisado, recibió una oferta de soborno por parte de cada diosa y decidió aceptar la de Afrodita, que le había prometido el amor de la mujer más hermosa del mundo. Así, la diosa se alzó con el título de “la más bella” y, lo que es más importante, sació sus deseos frutales al ser designada acreedora de la manzana de la discordia.

Peter Paul Rubens, El juicio de Paris. 1639.

Teniendo en cuenta que estamos hablando de diosas era de esperar que, por mucho que se dejaran llevar por sus ansias frutafílicas, los resultados de sus actos no las afectasen directamente a ellas, como sí ocurrió en el caso de Adán y Eva. No obstante, la locura frutafílica desatada por el desplante de Eris tuvo como consecuencia última la Guerra de Troya, donde desde luego la ciudad de Príamo y la inmensa mayoría de sus habitantes sí que sufrieron en sus carnes las secuelas de una frutafilia divina descontrolada (lo único que pudo lamentar Afrodita, en todo caso, fue haberse aliado con el bando perdedor mientras que sus rivales por la manzana, Hera y Atenea, apoyaron a los victoriosos griegos).

Para terminar con los griegos, y trasladándonos a un ámbito algo más terrenal, analicemos por último el caso de Atalanta.

Guido Reni, Hipómenes y Atalanta. 1619.

Nos cuenta Ovidio en sus Metamorfosis que Atalanta, diestra cazadora consagrada a Afrodita y dotada de una gran belleza (como no podía ser de otra manera), tenía bastante poco interés en contraer matrimonio y para quitarse pretendientes de encima anunció que sólo se casaría con aquel que la venciera en una carrera. Así sucedió que nadie fue capaz de superarla hasta que llegó Hipómenes, un joven extremadamente avispado.

Aquí entra en acción la divinidad griega frutafílica por excelencia: Afrodita. Como a Afrodita, siendo la diosa del amor, no le hacía especial ilusión que Atalanta rechazara la idea del matrimonio de modo tan radical, le hizo entrega a Hipómenes de un puñado de manzanas doradas con las que pretendía aprovecharse de la debilidad de Atalanta que, como es obvio, era la frutafilia.

Así, cuando Atalanta e Hipómenes comenzaron la carrera, éste fue dejando caer progresivamente las manzanas. Atalanta, con el juicio nublado por su irresistible deseo de catar aquellas maravillosas frutas, fue parándose a recogerlas, y gracias a ello Hipómenes ganó la carrera y, con ella, la mano de Atalanta.

Atalanta, pues, perdió su preciada soltería por no haber sido capaz de resistir sus impulsos frutafílicos. Pero nuevamente la culpa no es de las manzanas, sino del ser humano que se deja subyugar por los placeres del paladar.

Como curiosidad me parece interesante comentar que la relación entre manzanas y matrimonios en la antigua Grecia va más allá del mito de Atalanta. Y es que resulta que los griegos, cuando querían proponerle matrimonio a una mujer, le lanzaban una manzana. Si ésta la recogía significaba que accedía al enlace o, al menos, que daba su consentimiento para iniciar algún tipo de relación. Si tenemos en cuenta lo visto hasta el momento, éste era sin lugar a dudas un método infalible para desposarse: si en Grecia, tal y como nos lo presentan los mitos, el que más y el que menos era frutafílico, ¿quién iba a resistir la tentación de recoger una manzana del suelo, aún a riesgo de tener que casarse con el lanzador de la misma? ¡Cuantísimos matrimonios no deseados debieron llevarse a cabo por la incapacidad de los griegos de resistirse a sus tentaciones frutafílicas!

¡Manzana va!


Algo tendrá la manzana para ser considerada como máximo peligro en materia frutal. Hemos visto que en el caso de los griegos no tiene parangón dentro del podio frutafílico. Y me figuro que muchos habréis pensado igualmente, cuando hablábamos de Adán y Eva, que el fruto del Edén también ha sido siempre por excelencia la manzana. Como tal, desde luego, aparece representado en muchas obras de arte, aunque debo advertiros que esto, al parecer, se debe a una mala traducción de la Biblia (y no es la primera: ¿no os habéis preguntado nunca por qué muchas representaciones pictóricas y escultóricas de Moisés tienen cuernos?).


Aunque si hablamos de manzanas y perdiciones lo primero que se nos viene a la mente es la historia de la buena de Blancanieves.


Confío en que todos los lectores de La Catarsis conocen la historia de Blancanieves, y por tanto no voy siquiera a resumirla. Baste decir que, si bien Blancanieves no tuvo nunca muchas luces, lo que le llevó a confiar en la bruja y a dar el mordisco fatal a la manzana envenenada no fueron su credulidad y su inocencia, sino su frutafilia.


El resto de la historia ya os lo sabéis: los siete enanitos meten a la princesa en un ataúd de cristal y esperan pacientemente a que aparezca el príncipe de turno para que efectúe con éxito la maniobra de Heimlich que le han enseñado en un cursillo exprés de primeros auxilios. Luego viene todo eso del amor a primera vista, los besos castos, la boda y la obligada perdiz como plato principal del banquete nupcial. Y felices para siempre. Pero no perdáis de vista que Blancanieves ha caído en la tentación de la fruta, como muchos otros antes que ella, y eso casi le cuesta la vida.


Bien, pues con todo este recorrido mítico-legendario a través del lado más oscuro de la frutafilia (donde seguro que faltan gran número de anécdotas históricas protagonizadas por el poder seductor de alguna fruta) mi única intención era la de crear un trasfondo para el verdadero propósito de esta entrada.

Y es que, como se ha visto, la frutafilia puede ser motivo de perdición hasta de los más poderosos. Más arriba nos referíamos a los dioses del panteón griego y poníamos al descubierto su debilidad por estos manjares, pero ellos no son los únicos afectados. Otro personaje poderosísimo, aunque este sí de naturaleza plenamente humana, que arriesgó su vida por un puñado de frutas fue el capo de la mafia más famoso del mundo del celuloide: el mismísimo Vito Corleone.


Un personaje de su importancia, jefe de la familia más poderosa de toda Nueva York en los años 40-50, siciliano orgulloso, hombre de honor, modelo a seguir para las futuras generaciones de mafiosos, recibe cinco disparos en un momento de descuido. ¿Por qué? Por pararse a comprar fruta en un puesto callejero.

Muchos atribuirán este desafortunado accidente, perpetrado por dos sicarios de Sollozzo, a la traición de Paulie Gatto. Otros harán recaer gran parte de la culpa sobre Fredo Corleone, uno de los hijos de Vito, que le acompañaba en el momento del atentado y no supo reaccionar a tiempo. Aunque ambos personajes tienen parte de culpa (y toda excusa es buena para mortificar a Fredo), el error crucial que permitió el desarrollo de los funestos acontecimientos no fue cometido sino por el Don quien, incapaz de resistir sus antojos frutafílicos, decidió parar para comprar “algo de fruta” (dos naranjas, para los curiosos).


Parece mentira que un hombre que dice “Me he pasado la vida intentando no ser descuidado” ponga su vida en peligro precisamente por lo que bien podría considerarse un pequeño descuido. Cuando, ya en calidad de consigliere, Vito le dirige estas palabras a su hijo Michael tras haberle advertido que Barzini intentará asesinarle si se reúne con él, parece que se refiere en efecto a tener cuidado de las posibles traiciones que puedan sobrevenirle. Sin embargo, la lectura frutafílica que acabamos de hacer del atentado contra su vida bien podría suponer que las palabras de Vito tuvieran, al menos, un doble sentido: el Don es consciente de su debilidad frutal y se lamenta por ello.

No obstante, ésta no será la última vez que la fruta le juegue una mala pasada a Vito Corleone. Como hemos dicho, el cabeza de familia de los Corleone es todo un hombre, un capo como no ha habido otro. No creáis que por haber recibido cinco tiros mientras intentaba comprar fruta el Don dejó de lado el sano hábito de consumir varias piezas de la misma al día. Él no es vulnerable a esa clase de traumas. Después de su retiro es habitual ver a Vito disfrutando de su filia, no sólo canalizada a través del vino (que no deja de ser zumo de uva fermentado), sino también por medio de frutas como tales.

¿Veis el cuenco en primer plano?
En los últimos momentos de su vida, sin embargo, será de nuevo la fruta la que desencadene la tragedia. Vito juega en el huerto de su casa con su nieto Anthony, hijo de Michael y Kay. Mientras el pequeño riega las tomateras, el Don corta una naranja y se introduce un gajo en la boca. El gajo le da una apariencia simiesca a la cara de Vito, algo que aprovecha para hacer amago de asustar a su nieto, persiguiéndolo posteriormente entre las plantas hasta que sufre un ataque cardíaco y fallece.

Dejando de lado el hecho de que en el huerto hay cultivados tomates (los cuales, pese a quien pese, no dejan de ser frutas, que apuntarían de nuevo a la mencionada filia del Don), la importancia de la naranja dentro de los acontecimientos es innegable. Aunque en la novela se dice que la muerte del Don es debida a un ataque al corazón, ¿no cabría pensar que fue un atragantamiento con la naranja el que acabó con su vida? Quizá algunos recordéis que poco antes de morir Vito se saca el gajo de la boca, lo que nos induciría a descartar esta hipótesis. Sin embargo, las toses del Don que preceden a su fallecimiento más parecen indicar ahogamiento que infarto.


¿Quién sabe? Quizá la frutafilia fuera, en última instancia, la perdición del Don. Al fin y al cabo Don Corleone no deja de ser siciliano, y Sicilia es famosa por sus naranjas (la Arancia Rossa di Sicilia tiene el estatus de Indicación Geográfica Protegida).


En cualquier caso, ha quedado demostrado que la frutafilia puede conducir al desastre si no sabemos controlarla. Pero no es justo que le echemos la culpa a las pobres e inocentes frutas, que no hacen sino servir a su propósito de mantenernos sanos. El que se deja llevar por la frutafilia es porque quiere. Como decía Aristóteles, la virtud está en el punto medio entre dos extremos viciosos: no practicar la frutafilia es inadmisible, pero abandonarse a ella puede tener resultados funestos. Está en vuestras manos, stultos, determinar hasta dónde os dejáis dominar por vuestros primarios impulsos frutales.


Dicho lo cual, el que se atragantase hace un par de noches con las doce uvas que aprenda de Don Corleone y tenga más cuidado la próxima vez.

¡Feliz y frutafílico año 2015!


PD: Os he colado unas marmóreas posaderas hercúleas dentro de esta entrada. Espero que no os hayan pasado desapercibidas. ¡No sólo de fruta vive el hombre! (Ahora, cuando veáis una estatua de Heracles que lleva en las manos unas pelotillas, sabréis que no son sino las famosas manzanas de las Hespérides.)

PD(2): Si nos habéis ido siguiendo por Facebook y Twitter durante el mes pasado habréis visto que nos hemos hartado a promocionar una nueva sección que llegará a vuestras pantallas antes de fin de mes. ¡Paciencia!

PD(3): Al parecer lo de las naranjas en El Padrino empezó por casualidad pero acabó convirtiéndose en tradición. Hay quien dice que la aparición de naranjas en la película presagia la muerte de algún personaje, pero por lo que he leído los diseñadores de producción no tenían en mente esa idea al colocar dichas frutas en determinadas escenas. ¿Casualidad, pues? Podéis leer más aquí y aquí.


5 comentarios :

  1. ¡EL TOMATE TAMBIÉN ES FRUTA! ¡POR UN MUNDO DONDE NO SE MARGINEN A LOS TOMATES!

    Porque si hay un pueblo español digno de llamarse frutafilico es Buñol, es un hecho innegable pero poco reconocido. Porque no solo el pueblo es frutafilico, sino que además atraen a frutafilicos de todo el mundo para compartir su amor por la fruta.

    Y hasta aquí, mi tesis doctoral.

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    1. Te designo corresponsal en Buñol y te insto, pues, a que vayas allí y realices un reportaje digno de La Catarsis Erasmista. Mientras tanto, pensaré en redactar una plataforma catártica a favor del tomate. ¿Contenta?

      Buena tesis, por cierto. Yo te doctoraba summa cum laude.

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  2. ¿El principio es una introducción? Porque creo que es la mayor introducción que he visto en mi vida xD (Cosa que no quiere decir que sea para nada interesante [¡Mitología griega!])

    Has hablado de la naranja y de la manzana que para mi gusto son las mejores frutas que uno puede degustar. ¡Bravo por la entrada! ¡Y por toda la historia que has incluido, muy interesante! =D

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    1. Sí, casi tres cuartos de la entrada son introducción. ¡Así de bien me organizo! Pero es que cuando he empezado a tirar del hilo de la frutafilia he ido dándome cuenta de que la cosa podía dar mucho de sí...

      Lo cierto es que nunca me he planteado cuál es mi fruta favorita. Imagino que va por temporadas, pero la manzana siempre está entre las primeras.

      ¡Gracias por el (doble) comentario! :)

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  3. Muchas gracias por tu interesante e ilustrativa entrada, Mil215. Aunque me temo que no soy nada frutafílico. He tratado de pensar en alguna fruta que se me antoje como un gran manjar pero ha sido inútil.

    Debes comprender que durante el Medievo, maravillas como el tomate o la patata no se descubrieron hasta que la Reina sufragó la famosa expedición que nos descubrió el continente americano. Y, en mi humilde opinión, quedaron eclipsados por la llegada del chocolate. Además, en la Edad Media los vegetales carecían del prestigio que han ido ganando con los años. De hecho, por aquel entonces estaban considerados como alimento para el ganado y lo calificábamos de «paisaje». Y un normando jamás come «paisaje».

    Lo que realmente nos gustaba era la carne. Asada, guisada… eso da igual. Montañas y montañas de carne. Es posible que la fruta hiciese caer en la tentación a algunas divinidades paganas, pero solo la carne ofrecida en sacrificio es capaz de aplacar al Dios verdadero. Es más, como bien indicas, pidió a la humanidad que se abstuviera de pecar cediendo al impulso frutafílico. Sin embargo, discrepo en tu hipótesis de considerar a Dios Nuestro Señor como el creador de ese inefable deseo en el que más bien se podrían encontrar indicios del Maligno.

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